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Graffiteros de brocha gorda

jeracas

Escribe: Horacio Cárdenas

La nota se dio a conocer un día cualquiera de la semana pasada, el arte había triunfado sobre las ansias de hacer billetes de un importante grupo de capitalistas. Fechada en Berlín, la noticia dio la vuelta al mundo, y como siempre, mereció un espacio en la sección de insólitas, de notas chuscas o de relleno en los noticiarios electrónicos, su verdadera importancia no se la concedieron más que los participantes en el hecho, y cuando mucho la comunidad artística europea y de algunos otros puntos en el mundo.
A grandes rasgos la nota es esta: luego de un pleito en las calles, en los tribunales, en los medios de comunicación, un contingente de artistas y activistas sociales lograron lo que parecía imposible, evitar que el último tramo del antiguo Muro de Berlín fuera derribado, luego de que un selecto grupo de inversionistas le había echado el ojo a ese espacio, entre público y abandonado, para construir un centro comercial a todo lujo.
La verdad no conocemos Berlín más que por fotos y películas, pero tenemos bien claro que el trozo de muro que alguna vez dividió la parte oriental y occidental de la ciudad, de alrededor de cien metros de largo y el espacio libre alrededor, más que una obra de arte, es un símbolo de muchas cosas: de como los seres humanos no se pueden poner de acuerdo, un pleito de ideologías, otro de naciones, el recuerdo de mil historias trágicas de familias divididas por la política, y el que cada quien quisiera asignarle. Es fácil checar en Youtube las escenas, sobre todo de jóvenes, trepados en otros sectores del muro, armados con mazas destruyendo esa barrera que por decisión de países ajenos, separó a un pueblo durante décadas. Años después, del muro original quedaba solo ese tramo todo pintarrajeado a como Dios le dio a entender a artistas urbanos que quisieron dejar allí algún mensaje, y ni como darle mantenimiento, pues es pintura sobre pared, pared rudamente construida, pero pared al fin. El muro era y es horroroso, como horroroso es todo lo que representa, y en opinión de quienes lo defienden, por eso mismo precisamente debe permanecer, sobre todo cuando quienes quieren destruirlo quieren poner en su lugar uno de esos sitios de despersonalización y olvido por excelencia, un “mall”.
No vamos a decir que qué bueno lo que pasó allá en Belín, allá ellos con sus recuerdos y con sus rapaces capitalistas, lo que a nosotros nos importa es lo que pasa en Saltillo, donde a los artistas urbanos, esos que en el argot popular se han dado en llamar graffeteros, porque practican el graffitti en cuanta superficie vertical esté a su alcance, y hasta en aquellas que no lo están tan fácilmente, haciéndole también al saltimbanqui y al equilibrista con tal de plasmar su arte allí, donde a lo mejor no es apreciado, pero sí visto.
Mientras que en Alemania el graffitti es algo digno de conservar por su significado que trasciende generaciones y que enfrenta lo mismo gobiernos e ideologías, acá en la que está por adquirir de nueva cuenta la calidad de mejor capital del mundo, es algo a lo que hay que ahogar en pintura, y para ir a tono con los tiempos, con el estilo de gobierno y con la mentalidad del presidente municipal Jericó Abramo Masso, tenía que ser pintura de color sangre seca. A lo mejor en otras épocas se llamaba a ese tono de rojo apagado color ladrillo, o shedron, o terracota, pero hoy es del color de la sangre que queda en el pavimento después de cualquiera de tantos enfrentamientos entre los malos y los peores, quien decidió o autorizó que ese fuera el color que había que echarle encima a cuanta pinta se diera en Saltillo por parte de los artistas callejeros, enemigos jurados del alcalde, debería estarse atendiendo urgentemente por un siquiatra.

Cuando Jericó era joven en el puesto de presidente municipal, cuando sus grandes ideas, o bueno, la aplicación de las grandes ideas de otros, pero astutamente adaptadas a la realidad sarapera, denotaban un cambio en la bucólica tradición de los gobernantes de la capital, de no hacer absolutamente nada de nada, sus programas le ganaron los premios, trofeos, medallitas y el derecho a presumirse como uno de los mejores alcaldes del país, o incluso como el primero, dependiendo de la organización que anduviera pegando estrellitas en la frente a cambio de una lana.
Uno de esos programas fue el de pintar de colores vivos las fachadas de las casas de los asentamientos más modestos de Saltillo. Allá donde nunca se había parado un político como no fuera para pedir el voto, ahora llegaban las cuadrillas de pintores del ayuntamiento a decorar de rosa mexicano, de verde limón, de naranja y de otros tres o cuatro colores muros que en la vida habían recibido una mano de pintura, y que probablemente se tardarían bastantes años en que lucieran un color diferente del deprimente gris del block, ese a quien a nadie se le ha ocurrido sacar ya con algún tono menos triste.

La verdad es que Saltillo cambió de cara, normalmente nuestra ceguera citadina no nos hacía voltear para los cerros o las cañadas, entre el color de la tierra arenosa y el de las edificaciones pelonas no había mayor diferencia, pero de repente aquello se llenó de colores. No es que ahora volteara uno y dijera “mira que bonitas casas”, o que bonito está Saltillo como decía la propaganda oficial, sino “yo no sabía que había fraccionamientos acá”, bueno, al menos para darnos a conocer que somos más que los que creíamos que éramos, para eso sirvió el programa, aunque hay que decir que a la gente le alegró ver sus casas pintadas de colores vivos, la propia y la de los vecinos, de alguna manera era un principio de una vida menos monocromática, por no decirle fea.
Pero eso fue al principio, antes que Jericó le declarara la guerra a los graffiteros, contra quienes compró no botes de pintura, ni cubetas, ni tambos, las facturas han de estar llegando al ayuntamiento por pipas de pintura color sangre seca. Ah, y como la tarea es ardua, después de todo andan por todos lados los artistas urbanos, armó a sus cuadrillas no con brochas, sino con compresores y aspersores, como queriendo dar una respuesta contundente a cualquier ataque con una lata en aerosol por parte de quien se atreviera.
Es por esa locura que Saltillo se ha ido tiñendo de un desolador color sangre, y disculpe la insistencia, pero ese color tiene, casi parece que se pusieron de acuerdo, primero llegan los graffiteros a poner señales de “pinta aquí alcalde”, y luego pasa este como ángel exterminador a cubrir de rojo no la pinta, sino toda la pared… bueno, hasta donde llegó la altura del empleado parado de puntas y la fuerza del compresor, de allí ese acabado salpicado que vemos en todas las obras.
Lo de la Catedral fue nomás un capítulo en esta historia de locura, de este enfrentamiento entre gobernante y gobernados, los empleados cumplieron las órdenes que se les habían dado, ¿que importaba si atentaban contra un edificio patrimonio histórico?, voltee a ver arriba de los puentes peatonales, a los anuncios espectaculares prohibidos o prohijados, a los segundos y terceros pisos de casas y edificios, allí es donde se están librando las grandes batallas entre el arte ¿la protesta? urbanos y la autoridad autoritaria. En este momento no se ve un claro ganador, lo único cierto es que Saltillo se ve cada día más ensangrentado, por una u otra razón.
A lo mejor el futuro de Jericó está en Berlin, a él no le importaría nada pintar de rojo los murales para luego demolerlos y proceder a venderlos con ganancia, hay gente que hasta del odio puede sacar tajada.

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