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El miedo

Roberto Adrián Morales.-

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Reynaldo imaginó que moriría a manos de su mujer. Día y noche le venía esa idea. Llevaba consigo sus temores a todas partes. Al trabajo, guardados en el maletín oscuro, escondidos entre los papeles; en el parque de béisbol, los distinguía entre las costuras de la pelota, en el bamboleo de un bate y hasta en el guante del pitcher; los escuchaba hablar en las tertulias, cuando convivía con sus amigos, se apropiaban del ruido de las cartas y el choque de los dados del cubilete.
La idea de sufrir una muerte violenta y trágica crecía desmesurada al caer la noche: una sombra se movía en la oscuridad blandiendo un cuchillo enorme, tentaleaba el lugar exacto de su corazón; él oía la respiración agitada de la asesina plantada enfrente. Mantenía los ojos abiertos, fijos en el arma criminal, en la hoja delgada de metal que, amenazante, se cernía sobre su cabeza. La asesina, con los brazos en alto, sostenía con ambas manos la empuñadura del arma, limpia como espejo, en la que podían reflejarse sus ojillos de buitre; miraba el pánico reflejado en el rostro de su víctima, el terror de los que saben que están muertos antes de morir.
Reynaldo se sentía a merced del carnicero, al que no interesan los sentimientos, parsimonioso afila el cuchillo que cercenará la cabeza de la bestia de un solo tajo. Los chillidos no mueven un hilo de compasión, ni rompen la tranquilidad del hombre que ordena sus instrumentos criminales. Pule, limpia, afila y, con calma inaudita, deja caer la hoja metálica en la yugular del animal que boquea mientras la sangre espesa brota a borbotones y termina depositada en una vasija de plástico, donde las moscas se alimentan. En una vasija de plástico cabe una vida, en una vasija cualquiera donde podía caber la vida de un ser humano desprotegido, al alcance de las manos criminales de su mujer.
Las pesadillas destrozaron sus sueños. En la penumbra de su habitación imaginaba cómo podría ser su muerte. Al clarear el día y dar paso a los ruidos cotidianos, supo que estaba vivo, que había salvado el pellejo al menos por unas horas. La sombra no quiso cumplir el cometido de arrancarle de un tajo la vida, aunque esa indecisión hería más que mil alfileres encajados en el cerebro, más que la muerte misma. Deseaba que Leticia terminara con él noche tras noche, no volver a despertar, quedarse sumido en el sueño tranquilo de los muertos, pero no, ella se empeñaba en triturar sus emociones, en tensar sus nervios para mantenerlo en constante presión; en dilatar las venas e hincharlas en su cuello hasta reventarse. Podía sentir como bañaban su cerebro los chorros de sangre que fluían incesantes y terminaban su recorrido golpeándole el paladar y la boca del estómago.
Con el sabor a fierro en la boca, Reynaldo se levantaba. Lo primero que hacía, desde que descubrió las intenciones criminales de Leticia, era pararse frente a la luna opaca del ropero, estirar brazos y piernas hasta escuchar crujir sus huesos; luego, jalaba sus párpados con los dedos para revisar los ojos habitados por pequeñas venas rojizas; restregaba el mentón cuadrado y, con las palmas de las manos hechas peine, removía su cabello lacio lleno de canas y de historias. «Cada cana es una historia», decía Leonorita, su madre, cuando él acomodaba la cabeza en su regazo para sentirse mimado. Ella, en su cama de hospital, con maternal cariño escurría sus dedos entre el pelo entrecano, él olvidaba su mundo problemático y tormentoso. Un día ya no pudo recurrir al bálsamo fresco de esas manos tranquilas, ni aquellos ojos de mar lo bañaron de ternura. Su único escudo protector se perdió en la tranquilidad del horizonte como se pierde el sol para dar paso a la oscuridad.
Desde entonces sus miedos se acrecentaron aún más, el terror de morir a manos de su mujer se apoderó por completo de su vida.
Reynaldo era una especie de atleta en decadencia; lamentó las condiciones de su cuerpo, su protuberante abdomen y la flacidez de sus músculos. Podía estirar el pellejo que colgaba en sus brazos, en la papada de perro San Bernardo, en las orejas donde crecían amenazantes cerdas de cochino. El tiempo desalmado lo cargó de años y de miedos. Cada arruga de su cara era un día de preocupación.
El lo sabía. Leticia era mala. Su figura menuda servía para disimular su verdadero carácter, plagado de perversidades; la cara larga y la nariz filosa, como navaja, hacía juego con su pelo castaño y corto. Sus ojos redondos brillaban con aparente humildad pero él los había visto destilar lumbre; sentía cuando se posaban en su humanidad semidormida revisándolo palmo a palmo, intentando encontrar la fórmula mágica para prodigarle una muerte lenta. Una muerte semejante a la de los condenados a la hoguera, hombres y mujeres, ateos, brujos o judíos, que padecían, antes de ser inmolados en el nombre de Dios y la justicia divina, las vejaciones y torturas cometidas por los santos inquisidores. Leticia quería ver cómo la piel se incendiaba, centímetro a centímetro, cómo la boca dejaba escapar aullidos de dolor, mientras el aire se enrarecía con humo grasoso y olor a carne quemada.
A la hora del almuerzo, con disimulo, Reynaldo daba el primer bocado a Bany, su perro. Minutos después, tras comprobar que el animal seguía en pie, tomaba los cubiertos para escudriñar minuciosamente el contenido del plato. Lamentaba no poder darle a probar a Bany el café y, aludiendo a feroz gastritis que carcomía sus entrañas, dejaba la taza intacta. Siempre le mortificó despedirse de beso; creía que en el carmín de los labios, Leticia bien podía esconder residuos de alguna pócima que lo destruyera lentamente. No comprendía por qué, si quería matarlo, le obsequiaba tantas atenciones: servir el desayuno, acomodarle la corbata, alisar los gallos del pelo, pellizcarle los cachetes y empujarlo suavemente hasta la puerta para despedirlo.
Creía que su mujer ponía en juego estrategias malvadas. Externaba un gran cariño aunque en su interior permanecía latente su instinto asesino, la necesidad de arrancarlo de su vida, despedazarlo con sus propias manos. El lo sabía, para ella era un marido inservible, mediocre y conformista. No quedaban siquiera visos del joven apuesto y empeñoso que conoció en la preparatoria.
Los celos vinieron a la mente de Reynaldo, se unieron a sus terrores. En cada sonrisa de Leticia veía el rostro de algún amante. Odiaba su arreglo personal, desde su entrada al baño escuchaba, con oídos de ira, el sonoro timbre de su voz, sus cantos empalagosos. No, no era a él a quien cantaba.
De reojo, observó con paciencia como sus manos aplicaban rítmicamente maquillaje a su rostro, que no había sufrido aún los estragos de los años. Se ponía un vestido y admiraba su esbeltez en el espejo. Ella era feliz mientras él se hundía en el abismo insondable de los miedos.
Reynaldo decidió llegar tarde. Quería encontrar a Leticia en brazos de un amante. La casa estaba a oscuras. Detrás de la puerta bien pudiera esgrimir el filoso cuchillo para clavarlo en su espalda. Lo cimbró la sola idea de morir apuñalado. No se animaba a introducirse en la casa, la mano temblorosa no podía arrancar la llave de la cerradura. Era imposible controlar los nervios que le removían hasta los músculos de la cara y lo obligaban a parpadear incesantemente. Al fin, entró decidido. Si había llegado la hora de morir, estaba en el lugar exacto. Al fondo distinguió encendida la luz de una lámpara. Una sombra se replegó a la pared. Sí, ahí estaba esperándolo, untada en el muro, cazador experto al acecho de su presa. Reynaldo venteó el peligro, como si fuera un animal que presiente su fin. No quiso protegerse más, estaba cansado de todo.
Avanzó con paso lento hasta la habitación. Se sorprendió al ver a Leticia envuelta entre las sábanas; una almohada le cubría parte del rostro. Era seguro que fingía.
Lo sabía. Ella decidió dilatar sus acciones, continuar con el martirio. Su respiración pausada escondía las intenciones criminales. Reynaldo tomó la lámpara y asestó el primer golpe sobre la cabeza. El frío metal pegado a su mano lo hizo sentirse un hombre nuevo, fuerte, libre.

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