LA CASA TE EXTRAÑA

Querida. Hoy me animé a escribir estas líneas para decirte que la casa te extraña. Hace ocho meses que partiste, dejándome con la promesa de volver.

La puerta de la calle es la primera en reclamar tu ausencia; cuando abro, los goznes rechinan como si jamás los hubiera aceitado; la madera cruje y deja caer polilla sobre el piso. La sala verde, el color que más te gusta, a pesar de estar envuelta en las mantas blancas con que la cubriste, cambió a un color indefinido, ahora hace juego con la tela gris percudido que la esconde; no hay quien ose sentarse en ella. Al llegar, doy un golpe al respaldo de los sillones para cerciorarme que el polvo sigue acompañándolos. En la mesita de centro, envases de refresco, ron y latas de cerveza conviven con varios ceniceros rebosantes de colillas en espera de tus hacendosas manos.
El comedor dejó de cumplir sus funciones, es un depósito de libros que nadie lee, papeles desparramados y hojas tachadas donde intenté tantas veces empezar esta carta. Las patas de las sillas parecen descansar sobre bolitas de papel que fui haciendo con las manos para esconder los odiosos borradores. ¿Se acordará el comedor de sus glorias pasadas? Su traje beige tejido a mano se ha deshilachado; los pabilos de las velas, que iluminaron nuestra última cena, se aferran a los candiles y a tu recuerdo.
En el escritorio del estudio, habitan platos, vasos, copas y cubiertos con residuos de alimento que vigilan como guardianes, la computadora que compramos en «Iglepas», ya no queda nada de aquel color crema, las manchas de nicotina la invadieron, de la tristeza de no verte, parece que le dio vitíligo. La pantalla del monitor fue presa de un ejército de polvo; las arañas tejieron sus redes en paredes y cortinas; aprovechan tu ausencia para columpiarse en mis narices.
No quisiera nombrar la cocina. Apenas la recuerdo con esa limpieza y el aroma delicioso con que la dejaste. El cochambre se adueñó de la estufa; una gruesa capa negra invade las parrillas, los pilotos se negaron rotundos a encender. Duele aceptar que el fregadero es un asco; una montaña de trastes sucios parten desde la tarja, empalmados casi alcanzan el techo; las cucarachas, que antes aparecían por la noche, muy de vez en cuando, cambiaron sus hábitos y corren por todos lados, a cualquier hora. En el refrigerador quesos, carnes frías y verduras, cedieron su lugar a los botes de cerveza.
Al confesar las condiciones en que se encuentran la sala, el comedor, la cocina y el estudio, no querrás saber nada de la recámara y el baño aunque, ya habrás de imaginar el deplorable estado en que se encuentran.
No quiero cambiar las sábanas donde dormiste la última noche acurrucada en mi pecho, sobre ellas sueño en tu regreso. En el piso, tropiezo con zapatos, calcetines, pantalones y camisas. En ese amontonamiento, puedes creerme, es difícil encontrar ropa limpia.
Es un martirio entrar al baño, manchas negruzcas invadieron los azulejos; los jabones, los frascos de champú y enjuague, me recuerdan los soldaditos de plástico verde, regalo de mi padre, que siempre aparecían desperdigados por el piso, convertido en campo de batalla. Todo huele a humedad. A un lado de la tina tengo una colección de calzones y toallas mojados. De esto tú tienes la culpa, siempre dijiste que debía darle una «talladita» a la ropa interior al estar bajo la regadera. Lo hago todavía, pero ya no hay quien recoja esas prendas para echarlas a la lavadora. Sobre el lavabo descansan una decena de tubos dentríficos aplastados y otro tanto de jabones. Las cerdas de los cepillos para peinarse están aprisionadas por grumos de cabello, prueba fiel de mi incontrolable calvicie. Del excusado, mejor ni hablar.
El jardín es un panteón. Rosales, jazmines, geranios y azucenas no perdonaron la escasez de agua y se fueron contigo dejando las macetas desoladas. Al fondo, permanece olvidada la jaula de canarios; un día no trinaron más, fui a verlos, estaban tiesos, tal vez por el frío o porque olvidé darles alimento. La mala yerba crece tanto que se comió el césped y cubre parte de las ventanas.
No siempre fue así. Durante los primeros días de tu partida, invadí tus funciones y tu mandil tratando de darle honrosa presencia a tu santuario. Confié en tu retorno, en la promesa que hiciste, por eso quise conservar las cosas tal como las dejaste. Dispuse a mis anchas de la cocina; preparé algunas pastas, las serví en los platos de tu mejor vajilla y, bajo la luz de las velas, me senté a esperarte.
Pasaron los días, no volviste; se apoderaron de mí la soledad y la tristeza; dejé de limpiar y mantener en orden la casa, tu casa, nuestra casa.
Las lamentables condiciones en que se encuentra la casa, obligan tu regreso; no tienes más alternativa que volver y comprobar cuánta falta me haces.
P.D.
Olvidé decirte que mi amor por ti no se ha empolvado ni está sucio. Desde que partiste, los niños viven con tu mamá y también esperan ansiosos tu regreso.

(Cuento tomado de «El último vuelo», de Roberto Adrián Morales)

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