El último vuelo

 

Por: Roberto Adrián Morales.-

Cristino ya no tuvo nada que hacer en el mundo de los vivos, aunque siguió dentro de él. Al fallecer su mujer, perdió la ilusión de existir. Hacía meses no tenía noticia alguna de sus dos hijos y eso, también con el tiempo, dejó de importarle. Lo único que lamentaba era haber perdido a su abnegada Guadalupe, que siempre estuvo a su lado partiéndose el alma y el cuerpo para sobrevivir; juntos fueron envejeciendo, hasta que llegó la lamentable separación.
Después de enterrar a su esposa ya no hubo cosa importante que lograse renovar sus ímpetus viejos; no existía nadie a quién rendirle cuentas, nadie por quién trabajar, nadie por quién vivir. Le atemorizaba la soledad de la casa, por eso dio en caminar sin rumbo fijo; calles oscuras o iluminadas pertenecían a la nada que llevaba dentro.
Un buen día, entró al aeropuerto; se acomodó en la sala de espera y observó el arribo del avión de las ocho; cuando la aeronave llegó al hangar, junto con las personas que recibirían a algún familiar, se trasladó a la sala de recepción para mirar el reencuentro de seres amados. Los brazos delgados de Cristino colgados como ramas secas, no se abrían para dar la bienvenida a nadie; sin embargo esperó ahí, mirando el óvalo automático que arrastraba las maletas, escuchando las voces de sus dueños al reconocer el equipaje; los aplausos, las risas, los abrazos que se prodigaban todos fundiendo sus carnes en reciprocidad teatral, tan explosiva como los recuerdos.
Llegó el abandono, el lugar quedó vacío; Cristino retornó a la sala de espera, a mirar el ir y venir de los aviones. Buena manera para visitar el cielo. Gente llegaba, partía y él continuaba ahí, en espera de alguien; ese alguien que buscaba ansioso entre la muchedumbre.
Arribaron otros viajeros. Nuevo levantarse del asiento en la sala de espera, nuevo mirar y escuchar palabras que estallan caprichosas en los oídos cuando el amor existe. Y él, sin emitir exclamación alguna, con los pies clavados al piso, con el pelo gris removido por el viento tenue y el nostálgico mirar al equipaje.
Una y otra vez, la misma historia. Esperar la llegada de un avión; levantarse a medio recibir a los pasajeros, mirar los rostros de quienes llegan ávidos de encontrarse con su familia; perseguir el monótono andar del gusano donde parecen correr las maletas, como avivadas también por las ilusiones de un encuentro. Después, silencio. Silencio.
Así transcurrió el día. Cristino no recibió a los pasajeros del último avión. Permaneció sentado en la incómoda silla de plástico desde donde estuvo observando el horizonte que dibujaba las siluetas de los aviones. Sus ojos perdieron todo brillo, su cuerpo se tensó como cuerda de guitarra, y el rostro mostró la expresión de los viajeros que se encuentran con el ser que aman. El vuelo que esperó con tanta ilusión, al fin había llegado.

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