De acuerdo con algunos científicos y psicoanalistas recién surgidos de los hornos de la investigación, el miedo puede medirse en su justa dimensión. De acuerdo al problema que padece la persona es posible saber hasta dónde llega a sufrir las consecuencias del respectivo padecimiento mental.
Decía mi abuelo que nada tenía que ver con los científicos ni con las investigaciones modernas, que el miedo de una persona se medía el tamaño del arma que escondía en la cintura. Si era una pistolita de esas que escondían las mujeres en los ligeros de sus medias –Remington Deringer, creo que es la marca– pues era nada más por si acaso alguien trataba de pasarse de vivo con ellas, luego, relucían las armas que de a poco se fueron haciendo más sofisticadas y peligrosas. De ahí iban escalando modelos y medidas hasta llegar a quienes tenían autorización para portar armas de grueso calibre y que resultaban ser los más cobardes del condado: los policías.
Ahora, los tiempos de mi abuelo han quedado muy atrás, las armas de grueso calibre ya no las portan sólo los policías y, como consecuencia del miedo que invade a la sociedad, hay mucha gente ligada a la protección de artefactos de muerte, sin inmiscuir por ello el grueso de la población.
Así, los políticos portan a sus guaruras armados hasta los dientes. Desde que salen a la calle viajan en suburbans blindadas para que, en caso de enfrentamiento, no pase ni un tiro por los cristales, ni se ponche una llanta ni queden agujeradas las puertas, como sucedería con el VW 82 del vecino.
Bajan de sus unidades ultra equipadas y una nube de sujetos armados con cuernos de chivo apunta a todas partes y hay hasta quien piensa que el sol, la luna o las estrellas podrían caer del cielo con un certero disparo, antes que permitir que detrás de éstos se pueda esconder algún delincuente que quiera sorprenderlos o madrugarse al jefe que paga sus salarios.
Del otro lado, los delincuentes hacen lo mismo. Se arman con todo a tal grado que hasta con una mordida de sus potentes mandíbulas pueden descorchar una bala como si fuera botella de sidra y dirigirla mentalmente hacia el blanco perfecto.
Así, delincuentes, policías y funcionarios públicos juegan a protegerse con armas y se protegen los unos de los otros, aunque entre ellos nunca, pero nunca se realice un enfrentamiento por acuerdos ancestrales que existen desde hace muchos años.
Todo esto sucede a la luz pública. Todo mundo sabe cuando pasa por la calle el camionetón loco del gobernador o del alcalde o del diputado. Todo el barrio se entera cuando los “malos” -como han dado en llamarle, en voz baja, los paisanos a los delincuentes y criminales, ante el temor de que los escuchen y les pongan un zape para que se callen– brincan la cuneta para acomodar bien sus poderosas camionetas y más se enteran cuando el puñado de policías, en su afán por llegar pronto a donde nadie los llama nunca, pasan desapercibidos porque siempre traen la torreta encendida para que los automovilistas se hagan a un lado.
Total, entre estos tres grupos que menciono, el miedo va de acuerdo a las armas que portan. Miedo a morir en un enfrentamiento, miedo a enfrentarse a los enemigos, miedo al secuestro y a dejar de servir a la sociedad que los encumbró en un cargo y más miedo al pueblo que un día se fastidie, se canse de ser tan agachón y levantado la cara y las manos exija justicia, tranquilidad y paz.
Pero el pasado domingo alguien tuvo más miedo que el de costumbre. En una carrera organizada por el DIF utilizaron hasta helicópteros para proteger -¿la integridad de quién?- Fueron helicópteros de la policía quienes sobrevolaron durante horas –leyó usted bien, durante horas– las azoteas del Ateneo Fuente, del Tecnológico de Saltillo, de la Rectoría y la Facultad de Ciencias Químicas de la Universidad Autónoma de Coahuila.
Un domingo que debía ser de tranquilidad familiar, como suele suceder con todos los domingos, se convirtió en caos ante el ruido infernal de los aparatos voladores que, dicho sea de paso, no sirven más que para que se paseen unos cuantos afortunados del sistema.
Ahí se vio el tamaño del miedo. No sé de quién, pero era tanto que si Coahuila contara con tanques de guerra los hubieran llevado al bulevar Venustiano Carranza para que no se le ocurriera a nadie, que no estuviera invitado a la fiesta, acercarse a más de cien metros de distancia.
Este tipo de hechos indudablemente predisponen a la sociedad con los gobernantes. Porque mientras ellos –funcionarios de todos los niveles – se protegen con armas y equipo adquirido con recursos que el pueblo paga en sus impuestos y presumen de que lo hacen, a los ciudadanos comunes la cosa va más mal que peor o más peor que mal -que ya ni sabe uno qué palabra fue primero-.
Aquí sí no cabe la frase de mi abuelo. El miedo que emana de los poros del pueblo no puede contarse con ningún tipo de arma ni tamaño, esas ya las cambiaron por unas despensas que les obsequió el Ejército.
Y así, sin pistolas, sin cuchillos, machetes, metralletas, helicópteros, autos blindados o cosa que se parezca, los ciudadanos salen a las calles con miedo. Un miedo que bien pueden medir los psicoanalistas, es el miedo a no saber si regresarán a sus casas, a si de pronto quedarán en medio de un fuego cruzado en los interminables pleitos de los delincuentes por controlar las plazas, miedo atroz a cruzarse en el camino de los gobernantes y ser hechos papilla por los secuaces -perdón, equipo de seguridad- que los protege hasta cuando van al baño; miedo a encontrarse de frente con los cuerpos policiacos de Saltillo que son más avezados en eso de los robos, asaltos y golpizas como ningún delincuente lo ha sido a lo largo de la historia.
Miedo. Mucho miedo. Como diría aquel borrachito que fue detenido por la policía “tengo miedo, mucho miedo…
Y aquí, en Coahuila, aunque nadie lo diga y todo mundo agache la cabeza al paso de las caravanas súper protegidas de políticos, funcionarios, policías pillos y delincuentes, existe el miedo inmenso, e indefenso, del ciudadano. Todos tenemos miedo… mucho miedo.
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