Roberto Adrián Morales.-
Amo a Renata. Ella siempre espera mi llegada a casa. Dormida o despierta ha hecho, de lo que era la recámara de Yolanda, su mejor centro de reposo y dormitorio. Creo que ella también me ama. No nos acerca ninguna pasión, con todo y que hemos vivido juntos durante catorce años. No peleamos por nada. Nuestros gustos son más que dispares.
No hace ningún reproche, ni presenta intempestivas escenas de celos cuando llego de madrugada. No grita, ni manotea al aire para externar malestares o exigir el cumplimiento de caprichos, como lo hizo Yolanda hasta el día en que decidió abandonarme llevándose con ella su ropa, mis libros y los últimos gritos que cimbraron puertas y ventanas.
Renata se conforma con lo que puedo ofrecerle. Jamás ha habido queja suya, al menos una que cause mortificación a mi desolada existencia.
Ella es un buen gourmet, paladea la comida como una princesa. El único problema es que en su vida ha cocinado, por eso siempre me acompaña a la mesa. Si no fuera así, tal vez se conformaría con mirarme entrar, daría media vuelta y se escondería en su cuarto hasta escuchar nuevamente el portazo que indicara mi salida.
Todo el tiempo se mantiene callada. Es una estatua que sería digno modelo del mejor artista de moda. Hablo, hablo y hablo y nunca responde. Es una especie de cuadro ambulante que adorna la casa. Nada a su alrededor la mortifica. A veces creo que ni siquiera le interesa mi presencia.
Me fascina mirar sus ojos cafés, grandes y redondos que reflejan nostalgia. Imagino que yo miro también de esa manera. Su andar es parcimonioso, tranquilo. Apenas si roza el piso. Nunca lleva prisa. Es monotonía sobre monotonía.
Cuando se cansa de mirarme, bosteza, da media vuelta y se recuesta en el sofá de la sala. Al poco rato escucho su respiración pausada, tranquila. No le importa que haga ruido, que arrastre una silla o suba el volumen a la televisión para escuchar las noticias.
Siempre tiene a un lado el periódico del día. No se para qué lo compro si jamás lo lee. Era el periódico donde Yolanda miraba la sección de sociales, aunque nunca iba a una fiesta, siempre se buscaba en las fotografías, igual hacía con la columna de Aeropuerto. Nunca subió a un avión, pero a ella le gustaba imaginarse en la foto, hablando de un fantasmal viaje a la ciudad de México. Ahora Renata se ha apoderado de esa pertenencia. Es su periódico. Un gusto muy extraño que tiene un costo mínimo.
Conforme pasa el tiempo he mirado a Renata más acabada. Su andar lento se ha acrecentado. Ha perdido los kilitos que tenía de más. Ya no come como antes. Parece que llevara una dieta que la mantiene en pellejos pegados a los huesos. Sus ojos se han vuelto más nostálgicos y hasta un poco tristes. Ya no me reflejo en ellos. Son espejos invadidos por la opacidad. El color café ha dado paso a un gris metálico.
Durante una semana no ha querido acompañarme a la mesa. Me ve entrar y se mantiene en la recámara, casi sin moverse. Por primera vez me preocupa. Siento que mi soledad está a punto de invadirlo todo.
Hoy, Renata ya no quiso levantarse. Ni siquiera porque compré un delicioso spaghetti y unos excelentes cortes de carne. Le obsequié un chocolate de los que tanto le gustan. Desconcertado, miré como lo dejó intacto sobre la mesita de centro de la sala. Ni siquiera tuvo ánimos para recoger su periódico.
El pesar me invade. Tengo la sensación de que voy a perderla para siempre. Percibí en el aire el olor de la muerte. Preocupado por su salud, llamé al doctor. Durante una hora la revisó a conciencia. Me dio la infausta noticia. No había nada que hacer por ella.
El veterinario se despidió amablemente. Ahora sí que estoy solo.
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