Escribe: Alfredo Reyes Ramos.-
Esta no es una discusión bizantina en plena Navidad, una de las fechas más significativas y bellas de nuestro calendario, sino simplemente una reflexión de coyuntura sobre el nacimiento de Jesús, una celebración que se ha convertido en pretexto para prácticas opuestas al espíritu cristiano como son el consumismo, la intemperancia, la disipación y los excesos etílicos propios de una religión mal encausada, sin una verdadera espiritualidad, llena de dogmas y mitos, como pueden ser, para efectos de esta columna, la fecha y el lugar de nacimiento del Mesías, aspectos de su vida terrenal y su plan de redención.
En primer lugar diremos que es una bendición que celebremos la Navidad desde tiempos muy antiguos y en una fecha, 25 de diciembre, establecida de manera conveniente para sepultar tradiciones paganas que celebraban ese día el nacimiento del sol (tradición romana), porque realmente, hay que aceptarlo, no sabemos cuándo y dónde nació el niño Jesús, pero esta fecha siempre ha sido de felicidad e ilusión para niños y creyentes que nada tiene que ver con el rigor histórico secular.
Y es que los historiadores no religiosos han establecido que Jesús nació aproximadamente el año 5, antes de la era la era que lleva su nombre y que divide la historia de occidente en un “Antes y un Después” de su nacimiento.
De igual manera, la tradición romántica nos dice que el niño Jesús nació en un pesebre de Belén, rodeado de animales domésticos y proclamado “Rey de los Judíos” por unos magos que llegaron de Oriente para adorarlo, hecho que desencadenó la matanza de los “Niños inocentes” por Herodes, una tragedia inadmisible permitida por un Dios cruel y vengativo al estilo del Viejo Testamente, el que “persigue la maldad de los padres sobre los hijos hasta la tercera o cuarta generación”, algo demasiado injusto e irracional, como el dogma del “pecado original”.
Lo cierto es que para la tradición religiosa, el mito del pesebre de Belén es preferible al nacimiento del Jesús revolucionario en la aldea agreste y levantisca de Nazaret, hecho contrario a la predicción de Miqueas, que había profetizado que el Mesías sería descendiente del guerrero más grande que han tenido los israelíes, el rey David, y por lo mismo, habría de nacer en Belén, la cuna del vencedor de Goliat y unificador de Israel, porque los judíos siempre han esperado a un libertador de sus cautiverios y opresiones, no a un redentor espiritual.
El nacimiento de Belén es una verdad teológica que se adapta a la versión del profeta Miqueas (“Mas tú Belen Efrata… de ti me saldrá el que será Señor de Israel…” Mi 5:2) pero los historiadores no religiosos afirman que Cristo nació en Nazaret, un pueblo de Galilea, tierra despreciada por los judíos más conspicuos que afirmaban, refiriéndose al Mesías, que nada bueno podía salir de Nazaret.
Tampoco es admisible la leyenda de un Dios cruel y despiadado que para salvar a su hijo Jesús de la furia de Herodes, permite la matanza de los niños en Belén, caso muy similar al del dios vengativo que ordena a su ángel exterminador que le arranque la vida a todos los primogénitos de los egipcios para liberar a su pueblo del faraón, nada que ver con el espíritu cristiano.
Si el niño Dios nació en Belén o en Nazaret no tiene la importancia y significación del nacimiento de una religión liberadora. El anarquista Wilhelm Weitling, considerado como un marxista cristiano, que acertadamente comparaba el cristianismo primitivo con el comunismo, decía con mucha razón los siguiente: “La religión no debe ser destruida (como lo pretende el marxismo), sino más bien utilizada para liberar a la humanidad, porque el cristianismo es la religión de la libertad”. Aunque esta libertad no la fomente el alto clero, siempre retrógrada, oscurantista y dogmático. ¡Feliz Navidad!
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