Los atardeceres lánguidos propiciaban el sueño, un sueño placentero que trastorna los sentidos y los arrastra a la necesidad imperiosa de seguir durmiendo. ¿Es acaso el clima templado, la pesada comida tradicional que elaboran las abuelas o quizá la soledad de las calles? Después de la sobremesa sólo el suave vaivén de las ramas de los árboles mecidas por el viento rompe el silencio. Así, la siesta parreña es un misterio del que nadie puede escapar.
En esta tierra vive mi familia. Parras, se llama el pueblo porque su tierra fértil es propicia para el cultivo de la uva desde tiempos inmemoriales. Cuentan que existían vides silvestres desde mucho antes de la llegada de los españoles. Casi todas las personas que ahí nacimos, deseamos volver a nuestras raíces, Parras es una madre tibia y tierna que nos acoge al regresar en busca de los seres queridos. La familia de mis padres es muy grande, es un árbol añoso y sólido que ha perdurado a lo largo de incontables generaciones. Crecimos, mis hermanos y yo, en medio de tíos regañones y jardines rodeados de nogales y macetas altas con helechos que dejaban caer sus ramas largas hasta alcanzar el suelo.
El pasatiempo natural y sencillo eran las lecturas y escuchar los programas que se transmitían a través de la radio. La televisión llegó por aquellos tiempos a Parras, pero las costumbres anteriores a la magia de la modernidad siguieron prevaleciendo. En la niñez escuché anécdotas excitantes de toda clase de escritores que parecían formar un mundo encantado, mundo fascinante que no era difícil visitar, pues bastaba con abrir aquellos antiguos libros para sumergirse en un sinnúmero de historias y aventuras extraordinarias que robaban la atención de los adultos.
La vida transcurría en aquella convivencia tranquila con los muertos de Rulfo, los misterios de Agatha Christie y las anécdotas extravagantes del recientemente descubierto García Márquez con sus Cien años de soledad, novela que por cierto estaba prohibida a los niños, motivo por el que resultaba más atractiva.
Así fue como a los diez años llegaron a mis manos La túnica sagrada, Los miserables, Robinson Crusoe, El capitán de Castilla, Tarzán, Servidumbre humana y una lista interminable de libros que leí con vehemencia y que, según mis padres, eran adecuados a mi edad; sólo que no contaban que dentro de aquellos libros escondía toda clase de cuentos y novelas “prohibidas” y por ello más emocionantes. Muchas otras lecturas pasaron por mis manos, sin embargo guardo en la memoria comentarios de sólo algunas de ellas. ¿Cómo olvidar a Úrsula convertida en juguete de los niños, o las mariposas amarillas de Mauricio Babilonia?
Cuatro o cinco años después la vida superficial de los jóvenes de la familia que asistían a fiestas y paseos corría paralela al mundo literario que me apresaba. Muchas veces mis padres me conminaron a cambiar el encierro. Encierro dedicado a buscar los libros de los bisabuelos, de los abuelos, celosamente guardados en un cuarto repleto de baúles, cajas de cartón y muebles en desuso. Una hermana de mi madre, la tía Adelina murió en plena juventud y su recámara fue cerrada para siempre, su recuerdo estaba rodeado de un halo misterioso, como el secreto entendimiento de miradas de espías cautelosos en una película de rusos. A ese cuarto fueron a parar libros y revistas de las que recuerdo algunos nombres: Blanco y Negro, La Familia, Vanidades y Selecciones. También en esta clase de revistas se ofrecía vasto material apetecible, pues en sus páginas aparecían poemas de amor y de muerte. “Las cartas que se extraviaron” era una sección cargada de romanticismo que no pasaba inadvertida en aquellos primeros años de juventud. Los temas eran de incesante búsqueda, de amores nunca recuperados, de nostalgia infinita o de ideales inalcanzables.
Toda aquella literatura estaba adornada con originales grabados que llenaban de fantasía la imaginación e invitaban a leer. Hasta las recetas de cocina, las recomendaciones para cuidar la ropa y las instrucciones para los bordados y los tejidos, eran interesantes.
Palpitaba el corazón, excitado como un ladrón al acecho, al descubrir nuevos e inaccesibles lugares que no habían alcanzado mi desesperada revisión. Sentada en las enceradas baldosas de piedra negra, esculcaba cajas de nuevos placeres para la vista, hasta que el cansancio y el frío hacían arder la espalda y las piernas adormecidas exigían descanso. Supe que había más libros en unos cuartitos abandonados a los que se podía llegar al final de un largo patio; los misteriosos cuartitos eran una especie de pasillo que daba a una huerta y que alguna vez fueron cuartos para la servidumbre. Al correr de los años se convirtieron en lugar propicio para guardar toda clase de tiliches y cacharros viejos en convivencia con polvo, arañas y otros insectos. En las noches los niños corríamos espantados, inventando toda clase de fantasmas que habitaban en los pasajes húmedos y sin instalación eléctrica, sin embargo, esto no constituía ningún obstáculo para proseguir, con la luz del día, la feliz búsqueda. Escondidos, detrás de viejos muebles estaban unos baúles que contenían la colección de México a través de los siglos en tomos enormes de empastado elegante; sus páginas aparecían ilustradas con una riquísima serie de fotos de todos los tiempos. Allí mismo, sin poder esperar, empecé a leer pasajes extraordinarios en la vida de nuestro país. Cuando leí que los españoles victimaron cruelmente a Cuauhtémoc me puse a llorar desconsolada.
La lucha con mis padres era constante “niña, sal de ese lugar y ve a pasear con tus primos”, pero los oídos estaban sordos y la endeble voluntad perseguía las aventuras de mundos desconocidos, mares turbulentos, luchas intestinas, fastuosos personajes y lugares aprisionados entre los páginas de aquellas enormes novelas; la imaginación volaba con la vida bohemia de los músicos, los pintores y los artistas, trazadas por escritores franceses; llegaba a Inglaterra con los dramas pasionales de heroínas y caballeros de Shakespeare, y podía, de la noche a la mañana, viajar a Rusia en barcos de papel, sufría en carne viva su revolución y los motivos que llevaron a ella; sentía con vehemencia los ideales de Lenin, de Máximo Gorki, de Dostoievski.
La poesía era un elemento central en ese conglomerado de tentaciones. Mi madre, desde pequeños, acompañaba los arrullos del anochecer con poemas leídos en voz alta, que no siempre entendimos y que aparentemente no escuchábamos; dedicados a jugar sobre los colchones de aquellas viejas camas de travesaños y tambores con resortes donde dábamos grandes saltos como títeres de papel crepé, haciendo piruetas hacia un cielo de vigas inalcanzables. La algarabía no inmutaba a mi madre que en un receso cambiaba la voz dulce del poeta para callar con frases solemnes el escándalo y proseguir con su lectura. Con el paso de los años aquellos niños nos convertimos en fervientes amantes de la poesía que recitábamos una y otra vez. La inspiración tocaba nuestras vidas. Participábamos del intercambio de poemas, a veces elaborados por inesperada vocación contagiosa o por el prometido reconocimiento de los adultos, que fingían admiración y beneplácito ante los pinitos de los jóvenes.
La emoción expandía mi alma. Nada era más importante que lograr una serie de versos bien acabados. Enseguida el corrector que aprobaba o desaprobaba era el tío Ramón, personaje importante en la familia que tenía el don de hacer rimar en un instante los versos más confusos o bien arreglar con palabras “muy bonitas” los términos mal usados o repetidos. Mi tío Ramón era un pan de Dios, regalaba monedas de a peso, una por cada recitada y hasta dos por una canción desafinada, luego daba grandes carcajadas al disfrutar las ocurrencias de los niños.
Mi padre, papá Tanis, era –y es hasta la fecha- el lector más implacable que he conocido. Es el de los gustos especiales y difíciles, ferviente admirador de Borges y de Rulfo y, últimamente, se encanta con todo lo que escribe García Márquez. Cada semana, elige cinco o seis textos de autores dispares, a los que luego categoriza, aprueba o desaprueba según su muy especial y autoadministrada autoridad. Nadie puede contrariar sus opiniones porque su mirada penetrante, de expresión bondadosa, cambia en un latigazo de odio que despide chispas enconadas, que si se pudiera matar con la mirada, más de un ciento de personas ya hubieran sido exterminadas. La razón sería no ir de acuerdo con sus apreciaciones experimentadas. Hace ya muchos años estudió doctrinas económicas en otra ciudad, fuera del pueblo donde había muy pocas escuelas. Es fecha, después de cincuenta años, que recuerda con claridad los autores de los libros llevados en la carrera y los planteamientos de los maestros de aquellos felices años.
(Cuento de Sandra Mirella Martínez Chacón).
Deja un comentario