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Todos los objetos tienen su historia

De: Roberto Adrián Morales.-

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Durante una visita a la biblioteca de la Universidad descubrí —si se le puede llamar descubrir a tropezar con un montón de cajas cubiertas por el polvo— una buena cantidad de libros; dos mil quinientos o tal vez tres mil volúmenes permanecían encerrados en celdas de cartón que descansaban en un pasillo que nadie utiliza.
Pregunté al encargado de la biblioteca qué significado tenían esas cajas y por qué se encontraban ahí, abandonadas como objetos inservibles, cuando bien pudiera seleccionarse su contenido y darle alguna utilidad.
«¡Ah, esas cajas!», fue su primer respuesta. Dijo que las había mandado la viuda de un escritor que alcanzó a arañar la fama poco antes de morir. De ahí no sabía nada más, ni siquiera las causas por las que tantos libros permanecían sin desempacar, cubriéndose de polvo y suciedad.
Fue entonces cuando me di a la tarea de investigar la razón por la que esos libros yacían en estado tan deprimente. La respuesta no estaba muy lejos. Así es en las instituciones —me explicó el maestro de letras Hernán Bueno— siempre ocurre así cuando llegan donaciones de libros. Nadie sabe qué hacer con ellos. Los arrumban en pasillos o cuartos cerrados hasta que inicia el saqueo. Es seguro que antes de abandonarlos a su suerte, alguien da una buena revisada al contenido y se lleva aquellos que considera valiosos o pueden serle de interés, el resto se van quedando olvidados, sin seleccionar, sin agregar al acervo cultural de la biblioteca. Pasa el tiempo y con él empiezan a desaparecer uno a uno hasta que no queda nada, o casi nada de ellos. Así ha sido siempre. No le tenemos cariño a los libros. Esas donaciones son una especie de muertos arrojados en tierra de cementerio. Nadie se atreve a enterrarlos. Pareciera como si despidieran un olor nauseabundo o sus páginas estuvieran impregnadas de alguna enfermedad contagiosa que se transmite a través de los poros de la piel. Este no es un caso único —dijo— fíjese, cuando era estudiante de la Facultad de Filosofía, la familia de otro escritor donó una extensa y completa biblioteca. Igual que esos libros que comenta, así estuvieron mucho tiempo en los pasillos, a la intemperie; un día aparecían en un pasillo, otro en una bodega, otro en los patios, hasta que los mismos profesores y estudiantes fueron llevándoselos. De esa biblioteca ya nadie sabe, ni sabrá jamás.
El comentario del profesor dio respuesta a mi pregunta del por qué se encontraban en tan deplorable condición los libros obsequiados por la viuda. Ahora sólo faltaba conocer la historia que guardaban.
La biblioteca particular perteneció a Víctor Carreño; tal vez ahora ese nombre ya no diga nada. Cuando alguien muere, pasados los años, los nombres se olvidan, principalmente cuando el dueño de ese nombre no logra arrancarle a la ciencia o a las actividades sociales un buen tajo de fortuna para ser recordado en la posteridad.
Carreño quizá hubiera aprisionado ese tajo de suerte pero a él, la muerte le arrancó primero la existencia. Podría decirse que, en los días gloriosos del nacimiento de este escritor, la vida no fue lo suficientemente benigna para continuar dándole aliento y permitirle culminar su obra.
Desde muy joven se apasionó por las letras; realizó estudios literarios, se cobijó en las noches de insomnio con cuanto libro pudo, suplió su fealdad con el regocijo espiritual que le inyectaban narradores y poetas. Víctor no era un ser amigable. De pequeño sufrió las consecuencias de su físico: delgaducho y de ojos saltones; su piel parecía hecha de cera transparente, como si el color de las páginas de los libros que leía se le hubiera metido dentro para darle esa pigmentación amarillenta. Sin embargo, con el paso del tiempo, superó los problemas propiciados por su condición de extraño, diferente al resto de la gente. Su carácter agrio se fue endulzando un poco; al menos eso intentó hacer cuando conoció a Genoveva, joven de rostro hermoso, ojos tan claros como la miel y amante de la poesía. Le gustaba escuchar versos leídos sólo para ella, a media voz, con los labios de Víctor pegados en los tímpanos como campanillas melodiosas. Siempre que eso ocurría, se transportaba a otro mundo, un mundo de ilusiones y sueños que le atrajo desde que era pequeña. Pensó en aquellos lejanos atardeceres cuando su padre, tomándola de la cintura, la sentaba en su regazo para contarle cuentos de hadas. Entonces, mientras sus párpados se cerraban por el sueño, escuchaba cerquita de ella el susurro de palabras, como si el viento hablara quedito, como si penetrara con dulzura en todo su cuerpo, regándole la sangre de letras y de historias, de amores tranquilos y desenlaces felices.
Así ocurrió cuando Víctor apareció en su vida. Él la regresaba a ese mundo tranquilo, a ese andar descalza por el patio de la casa oloroso a barro. Solo que ahora los párpados no se cerraban por el cansancio y sí, en cambio, sentía fluir dentro su corriente sanguínea con más fuerza. La calidez de la voz y de las letras aumentaban su calor interno a tal grado que un día dejó que ese fuego manara por su boca, por sus brazos, por sus senos, y se perdió en las inmensidades de la pasión. Fue descubrirse mujer, sentirse amada por la voz de los versos, por las manos amarillentas que hablaban con movimientos, por esos dedos largos, transparentes y delicados que cortaban el aire para dar paso a las palabras y se convirtieron en garras para escudriñarle hasta el último rincón del alma.
Engañada por esos sueños, creyendo en las voces tranquilas de un poema, sintió el tintineo de las letras desgajándose sobre sus oídos y decidió casarse para habitar en el paraíso de los juegos amorosos, del vaivén del viento que habla con murmullos y mece placenteramente, hasta el cansancio, las carnes tibias y suaves mientras de la piel brota un olor a almendras que embota los sentidos. Y así vivió, al menos así creyó vivir hasta que fue entrando a una realidad obscura, de objetos rotos, de rostros desencajados, de garras grotescas que lastiman.
Para alejarse de todo, conservó como único escondite, un cuarto lleno de objetos antiguos. Ahí, recordaba las viejas glorias de una jarra, donde las limonadas sabían a escarcha de invierno bañada en azúcar. En ese sitio invadido de recuerdos, lloraba; lloraba y lamentaba su suerte.
Jamás creyó que pudieran darse transformaciones drásticas en la gente. El Víctor que Genoveva conoció ya no era el hombre tranquilo, el que cantaba al oído un nuevo poema surgido de su inspiración o el que explicaba las razones por las que había escrito un cuento sobre santos y demonios. No, el hombre de los susurros, de los sueños y las caricias melosas se convirtió en un ser monstruoso en su fisonomía, en sus acciones y arrebatos. La voz dulce se fue haciendo cavernosa, mientras la frente iba creciéndole para dar paso a una cabeza de buitre.
No había noche en que ella no lo esperara despierta. Las primeras veces cumpliendo con su papel de esposa; las siguientes, ante el temor de que un día Víctor terminara sus locuras incendiando la casa. El miedo la fue invadiendo. Sus terrores aumentaban en las madrugadas cuando él llegaba con la mirada perdida y la verticalidad descompuesta, estrellándose contra las paredes, como si su delgaducha figura fuese un pesado fardo difícil de sostener; arrastraba la voz y decía incoherencias; gritaba maldiciones, alzaba la mano y le golpeaba el rostro una y otra vez, quejándose de que ella no comprendía su yo interno, su alma de poeta, su vena bohemia.
Al día siguiente, parecía que no había ocurrido nada durante la noche y de aquellas agrias discusiones tan solo quedaba en Genoveva una mejilla amoratada y los ojos enrojecidos por el llanto. Víctor cambiaba su estado de ánimo mostrándose cariñoso mientras de su portafolio sacaba un libro tras otro.
—Mira, este fue una ganga. ¿No es preciosa su encuadernación?, y éste otro, lo conseguí en la librería de viejo de Rutilo, y….
Así eran las mañanas. Surgían mil explicaciones sobre determinado libro, hablaba sobre el contenido de alguna novela, explicaba la forma de escribir de un poeta, leía versos gritando con tal fuerza que casi le reventaba los oídos. Genoveva callaba; veía aquel rostro abotagado por las desveladas y el alcohol; las manos temblorosas buscando páginas seleccionadas; leyendo y releyendo mientras vaciaba en un vaso los residuos de una botella de brandy.
Desde entonces, Genoveva empezó a odiar hasta el olor de los libros; cuando los veía se le revolvía el estómago, sentía náuseas y sólo, gracias a un gran control, no se arrojaba encima de ellos para despedazarlos, convertirlos en miles de minúsculas partículas de papel y tirarlas por la ventana. Los libros eran sus principales enemigos, peor que amantes de su marido; eran rivales sin rostro, imposibles de vencer.
El matrimonio se fue haciendo insoportable hasta que llegó el día en que decidió alejarse del hombre al que alguna vez creyó amar. Armada de un valor que nunca imaginó tener, dijo que era tiempo de separarse, porque sus vidas no eran compatibles; él siempre antepuso sus libros a la mujer que esperaba darle cariño y tranquilidad por las noches. Víctor la escuchó, no dijo una sola palabra, hizo su maleta y se marchó dejando atrás lo que en su vida se convirtió en una circunstancia. No le atraía su mujer, con todo y lo bonita que era; odiaba sus quejas y lamentos, además de las deudas que tenían y que le restregaba a diario en la cara, justo a la hora del almuerzo. Por eso no sintió la partida; no dejaba atrás nada que quisiera.
Partió con la idea de regresar, un día cualquiera, por ese montón de libros que tenía apilados dentro de muebles de madera empotrados en las paredes. Eso era lo único suyo de esa casa, lo único que le importaba, por lo que había vivido; era una especie de avaro, a diferencia que él acumulaba libros, el dinero servía tan solo para comprarlos.
Libre de la atadura conyugal, Víctor dio rienda suelta a los vicios que lo perdieron en su brumosa espesura. Alcohol y versos se convirtieron en alimento, hasta que su misma constitución física le impidió seguir adelante. Un día apareció tirado en la banqueta de una cantinucha de mala muerte. Primero creyeron que estaba ebrio; la gente brincaba el bulto sin detenerse a ver quién era. El sol del mediodía empezó a caer a plomo y el hombre no se movía. Fue entonces cuando llamaron a un médico para que le prestara auxilio; todo fue inútil, Víctor Carreño, el poeta, el escritor, estaba muerto. Algún conocido suyo explicó que así fallecen los grandes artistas.
Cuando Genoveva se enteró del deceso intentó sacar muy de su interior un gesto de misericordia, mas no encontró nada. Simplemente pensó que acababa de arrojar a la nada la inmensa amargura que la poseía. Luego del entierro se dirigió a su casa; abrió las ventanas para que entrara la luz opaca y triste del atardecer. Miró los estantes atiborrados de libros y empezó a empacarlos en cajas de cartón; quería enterrar en ellas todo un pasado tormentoso, no volvería a saber nunca ni de versos ni de cuentos.
Así fue como las cajas repletas de libros pararon en la biblioteca de la Universidad; no hubo acción altruista en la donación sino una forma de lanzar lejos de sí esos objetos que tanto pesar le habían causado.
Posiblemente ahora, a Genoveva no le interesa saber si esos libros, que pertenecieron a su marido, se encuentran todavía en las cajas donde los guardó, si están empolvados o sucios; si alguien los utiliza o si los queman. Quizá, si supiera que están arrumbados en un pasillo de la biblioteca universitaria, sin uso alguno, sentiría fluir en su interior un poco de satisfacción.

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