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MARIELA

De: Roberto Adrián Morales.-

jardin

No pude llorar ante los restos de Mariela. Mordiéndome los labios, la observé largo rato; ahí estaba, tranquila, gozando del sueño infinito, recostada en el sofá, con la cabeza descansando en un cojín marrón. Me senté frente a ella para admirar las facciones delicadas de su cara, su nariz respingada, más afilada ya sin los movimientos de la respiración; sus labios púrpuras, sensuales, entreabiertos, permitiendo a la vista alcanzar la blancura de sus dientes; sus ojos redondos, abiertos, con el reflejo de la sorpresa estampada en ellos, y mi rostro dentro de sus pupilas, guardado, aprisionándome en ese pequeño mundo sin brillo. Alisé sus cejas y sus enmarañados cabellos negros, largos, aún sedosos, los cepillé para darles vida, hubiera querido cepillarla toda. Abotoné su bata para esconder la tersura de sus pechos, más blancos ahora, dormidos como un volcán nevado; acaricié su ombligo de perfecto trazo circular, su cintura estrecha y sus caderas moldeadas en forma de manzana. Junté sus piernas torneadas y sus pies perfectos, delicados, pequeños, frágiles. Toda ella es hermosa. Dormida para siempre resalta más su belleza. Después de observarla hasta el cansancio, llenándome de su imagen serena, comprendí que no podía mantenerla para siempre conmigo, de esa forma. La descomposición de sus carnes macizas, me hubiera hecho sufrir. Qué horrible sería mirar cómo un puñado de larvas amarillas se apoderaban de lo que es mío. Me causó terror imaginar cientos de gusanos entrando y saliendo por los ojos de Mariela, alimentándose de ellos hasta dejar las cuencas vacías. Lo mismo harían con su boca, sus mejillas, su cuello frágil, por donde escapó su vida. Toda ella era un platillo para esos miserables intrusos.
Di vueltas a la mente pensando en la forma de tener cerca a mi querida Mariela. ¿Cómo esconderla sin alejarla de mí? No aprobé mi idea de echarla en una bolsa, colocarla en la banqueta junto a bultos de desperdicios y sentarme a esperar que el camión de la limpieza se la llevara, echando a la basura mis sueños, mi amor por ella. Seguro que sus lindos ojos hubieran sufrido por la oscuridad asfixiante del plástico negro. Era perderla para siempre, convertirla en alimento de perros callejeros y de ratas hambrientas. No, ella es mía. Toda ella, vestida o desnuda, viva o muerta, me pertenece por completo; además, no era ese un gran final para tan querida compañera. Me hubiera gustado conseguir una cama de agua, rellenarla de hielo y sobre éste acostarla, así mantendría su frescura, la conservaría para mí, conmigo. El refrigerador parece un excelente escondite, aunque no podría meter íntegro su cuerpo, me vería obligado a partirlo, a cercenar su cabeza, sus brazos, sus piernas, para que cupiera, así cada vez que abriera para sacar alimentos la vería ahí, dormida, con sus ojos cerrados, aunque el excesivo frío de la nevera destruiría su rostro hermoso, lo hubiera quemado al grado que los párpados, la nariz y las orejas se desprenderían.
Tras meditarlo, tomé una pala y abrí una fosa a un lado del sauce que deja caer sus lágrimas verdes sobre el césped del jardín. La tierra blanda cedió pronto al embate del filo de la herramienta; tres horas después, sudoroso y exhausto, deposité en ese pozo el cuerpo de Mariela. Sonreía, feliz por estar a mi lado, conmigo, en nuestra casa. Sus manos blancas pedían que la cobijara. El frío de la muerte debe ser intenso, lo noté en el mármol de su rostro. La cubrí con tierra, contando palada tras palada. ¿Cuántas paladas eché sobre su cuerpo inerte? No lo recuerdo. Pensé colocar una cruz sobre el pequeño montículo. Era un ser sin alma, necesitado de rezos y rosarios. Me abstuve de todo esto, a pesar que bien los merecía. ¿Qué dirían sus parientes y los vecinos al ver la cruz, al escucharme levantando ruegos al cielo por el descanso de su alma? Seguro denunciarían mi acción a la policía y los uniformados vendrían a quitármela, alejándome de ella, como quisieron hacerlo sus padres, sus tíos, sus hermanos y hasta sus malditos primos.
Debo ser precavido para no descubrir su presencia bajo el árbol del jardín. Es necesario aplanar bien el lugar, acomodar cuadros de césped sobre su lecho de tierra o quitar el césped y colocar placas de cemento para impedir que den con ella y quieran arrebatármela. No puedo alejarla de mí; no voy a dejarla. Es mía. Conmigo se queda para siempre.
De su muerte, su familia tiene la culpa. Los muy imbéciles me vieron poca cosa para su hija, a mis espaldas decían que era menos que una cucaracha recién surgida del caño. Su apellido quedó manchado con el mío. Es que, en eso de las alcurnias no alcancé reparto. Mi familia es joven. Todos fallecen temprano, a tiempo para no verse decrépitos, calvos, aplastados por los años; por eso no tengo alcurnia ni nada que se le parezca. Mi árbol genealógico está sin brazos aunque, eso sí, tiene muchas calaveras.
Me obligaron a impedir que se fuera de mi lado. La presencia de sus parientes en mi casa resultaba odiosa, intolerable y repugnante. Justo al entrar daban los saludos del licenciado Tomás de la Garza, que ese sí era muy buen partido. Mariela hubiera encajado a la perfección con él, como complemento de un broche de diamantes. Yo era menos que un broche sin diamante, un trozo de plomo sin pulir. ¡Ah!, como recuerdo sus estúpidas expresiones:
«Ay, hija para qué te fijabas en Poncho, teniendo tan buenos partidos», «Marielita, todavía estás a tiempo, sacúdete ese bicho, aplástalo y vente con nosotros», «seguro que el licenciado De la Garza no tomará en cuenta que te hallas casado con esa alimaña», «piénsalo, hijita, no te embaraces de ese animal, reconstruye tu vida con el licenciado», «verás que te va bien, tiene un puesto importante en el gobierno», «es todo un caballero. Siempre que nos ve te manda saludos y regalos», «qué dichosos seríamos si te fueras a vivir con él, qué importa que no te cases, la felicidad se gana muchas veces sin el matrimonio, además, podría cumplirte cualquier día», «para demostrarte cuánto te quiere hasta consiguió trabajo para tu sobrino Pedrito, en cambio este barbaján que tienes como marido no consigue empleo ni para él. Ya lo ves, ahí anda con sus malditos cuentos y sus novelas que nadie lee, nada más gastando la suela de los zapatos que tú le compras, porque ni para eso gana el miserable», «entiende hija, no desperdicies más tu vida, deja que el licenciado te cobije con su manto protector», «es un De la Garza, en cambio, lo que llamas esposo no deja de ser un Pérez cualquiera».
Y así, el licenciado por aquí, el licenciado para allá y yo frente a ellos sin que se dignaran mirarme, como si fuera una silla, una lámpara, un cuadro o cualquier objeto inanimado de la casa. Se sentaban en el comedor a conversar y hablar de los ascensos del licenciado; juntos comían y a mí no me invitaban; relegado de todo, ni siquiera me dejaban las sobras.
Así pasamos ocho larguísimos meses, con una casa infestada por las visitas de parientes. Todos juntos, burlándose de mí, de mis libros, de mi figura delgada de culebra, de mis ojos rasgados, mis brazos largos y mis pies planos, que tanto me atormentan. Hacían un comentario y, desternillándose de risa, me lanzaban miradas como si hubieran visto a un payaso o a un enano de circo, maltrecho y ridículo que sólo sirve para amenizar fiestas. Mariela también reía, aunque lo hacía por complacerlos, para estar a la par con ellos. Se que por dentro sufría más que yo. Veía en su mirada graciosa y en el rubor de sus mejillas el pesar que la embargaba. Lo percibía en el movimiento de sus manos blancas, como palomas en vuelo. Con todo y las burlas, ella me quería. Siempre me quiso.
Los parientes no cejaron en su empeño de echarme de la vida de Mariela. Un día sí y otro también, hablaban del licenciado De la Garza, de sus bondades, de su riqueza, de su poder, de todo lo que ponía a sus pies a cambio de que se fuera con él al Distrito Federal. «El mundo actual es diferente —decía su madre— ahora nadie ve mal que seas la amante de algún influyente. ¿Imaginas que tu padre, tus hermanos, tus primos, cuenten con un buen trabajo dentro del gobierno? Tienes que hacerlo por el bien de todos. No es un sacrificio, sacrificio y martirio es permanecer al lado de este patán».
Ella escuchaba en silencio, fijando la vista en el retrato de novios que cuelga en la pared de la sala, dejaba escapar suspiros en los que advertía su amor por mí. ¡Qué bien nos vemos en esa fotografía! Ella con su vestido blanco, su corona y su ramo de azahares, con sus ojos brillando de emoción y yo, orgulloso, altivo, con el cuerpo hecho una regla, firme, y con esa sonrisa en los labios donde dibujo toda mi felicidad.
Viví una pesadilla, me obligaron a habitar en el infierno, sus intrigas se sucedieron hasta que, de tanto y tanto, ayer externó su idea de abandonarme. La presión de sus padres surtió efecto. Mariela tomó la decisión de irse de casa. Lo dijo con un gesto de aflicción. No soporté sus palabras y lloré en su regazo. «Entiéndelo, somos adultos», decía. Y yo hablé de nuestros sueños, de los castillos que levantamos en el aire, del futuro promisorio, de los hijos, de la casa nueva, de un auto usado. Ella no quiso escuchar; se concretó a decir: «debes entender, mis padres, mis tíos, mis hermanos, comprenden, no nos guardarán rencor si nos separamos».
¿Y por qué tenían que guardarme rencor? Si el rencor es mío, como Mariela. ¿Qué sabía ese nido de víboras de rencores? Sus intrigas, sus ambiciones echaron a perder nuestra felicidad, la destruyeron, martillaron nuestros rostros hasta desbaratarlos. ¡Qué ruines eran! Y yo, indefenso, sin saber qué hacer ante la cruel determinación de mi mujer; con el rencor carcomiéndome las entrañas, sintiendo un miedo terrible apoderándose de mí al imaginarme solo en la casa. Odio la soledad, no puedo permanecer como perro encerrado en unos cuartos repletos de muebles y de libros. Llorando en su regazo, la abracé con todas mis fuerzas, aplastándola contra mi pecho, fundiendo mi piel con la suya; mordí sus labios carnosos y aspiré el perfume de su boca, con el deseo infinito de apropiarme de su último aliento. Así pasamos una noche interminable, bordada con caricias y besos, nuestra última noche apasionada. Es mía. Nadie podrá arrancarla de mi lado.
Desde la ventana del comedor, veo caer la tarde. La caída de hojas naranjas de los rosales anuncian la presencian del otoño. Sentado observo, vigilo el descanso eterno de mi querida esposa.
Aquí estoy mirando su lecho de tierra. Van varias veces que tocan a la puerta. Seguro, son sus perversos padres, sus estúpidos hermanos o cualquier animal de su parentela que vienen a robarnos la paz. Ella no hablará ni escuchará a nadie, sólo conversará conmigo, no mirará jamás otro rostro más que el que lleva fijo en sus pupilas y nadie sentirá su respiración húmeda, más que mis oídos acostumbrados a percibir cualquier ruido por imperceptible que parezca. Siguen tocando. No voy a abrir. Nadie sabrá nunca donde está Mariela, más que yo, porque ella es mía, de nadie más.

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