De: José Luis Cuevas.-
Dicen que cuando los nietos crecen cerca de los abuelos, aprenden a ver la vida de una manera distinta. Puede ser cierto. Los abuelos, debido a su experiencia, tienen otro tacto para llevar las cosas de la vida: explican, consienten, apapachan, cuentan historias, llevan de paseo, preparan la comida o dejan dormir hasta tarde a sus nietos. Los arropan o los llevan a nadar. Se quedan en casa o se van de campamento. Compran nieve a escondidas de los padres o se los llevan a cenar. Se ríen y leen el periódico. Les gusta más la radio que el internet y usan bufandas aunque el día esté cálido. Se despiertan temprano, riegan las macetas o alimentan sus pájaros. Reparan los automóviles o dedican la mañana entera a buscar las mejoras verduras del mercado. Comen frutas y toman agua en abundancia. Así son los abuelos, hacen las cosas con amor. Precisamente es uno de ellos el que me ha dado la inspiración para lo que les he de contar de esta línea en adelante: el mío. Y el cual –entre muchas cosas más- me enseñó algo, nada importa más que ocuparse del presente.
Ya les cuento, a mí me han tocado abuelos de esos. ¡Vaya que si he sido un afortunado! Se han preocupado por mostrarme tantos pasajes de la vida como para saturar la memoria de cualquiera de esos smartphones que todos traemos en la mano. Me han mostrado la música, la comida, la lectura, consejos de religión (confieso que los sigo muy poco); el cariño por las plantas, los animales, por el buen trato, las charlas amenas, por las amistades, el vino e incluso a reparar desperfectos en el auto. Con todo y eso puedo decir que la mejor herencia es el amor por la cultura y la educación porque finalmente los abuelos son así: llenos de amor.
Además de amor y de cariño, los abuelos están hechos de historias y expresiones muy peculiares que han ido atesorando en su memoria al paso de los años. Tienen un sinfín de ellas y cuando la ocasión lo amerita es bastante peculiar verles desenfundar la más apropiada. No dejan pasar una, o como dirían ellos: no la brincan sin huarache.
Si es usted observador, habrá notado su recurrencia a expresiones como son los dichos y refranes, los cuales constituyen un recurso muy práctico a la hora de llevar la conversación por la dirección que les parece más apropiada. Siempre buscan dar la mejor lección y el mensaje más claro. Pero además de dichos y refranes saben un titipuchal de historias. Tienen cientos de ellas o quizá miles. Son un libro abierto.
Los que somos un poco mayores recordaremos expresiones usadas desde hace algunos años para dar indicaciones de orientación geográfica, y que debido a las modificaciones viales de la ciudad se han ido hacia en el olvido. Por ejemplo cuando haciendo referencia al oriente de la ciudad de Saltillo decían <<Ahí por donde está el Indio>>, aludiendo a la estatua que se localizaba sobre la avenida de Los Fundadores, misma que fue reubicada debido a los cambios que les platico.
Mi abuelo, como muchos, la utilizaba y no sólo eso: en más de una ocasión me contaba una historia de esas que sacan de la chistera para mantener entretenidos a los nietos y de paso despertarles la imaginación. Esta historia versaba sobre la Sierra de Zapalinamé: al mirar su cúspide desde el centro de la ciudad –desde algunos puntos de la ciudad- semejaba la silueta de una persona acostada y de cara al sol, presumiblemente un indio… Zapalinamé. En fin, ese alguien que encara el sol del mediodía; y que si se mira con la suficiente convicción se le puede identificar un penacho puesto.
“Cuenta la leyenda que aquel indio, Zapalinamé, quien comenzó defendiendo los territorios del actual Coahuila y terminó convirtiéndose en un cacique del ejército adversario, quedó inmortalizado en la cúspide de esa sierra que ahora lleva su nombre.
Su cuerpo quedó tendido de cara al sol, para admirar el próspero valle de Saltillo, mismo que defendió durante tantas luchas de la invasión, pero como es la vida, hay siempre una batalla que no se logra ganar y que solamente se ha de postergar hasta que la fecha fatal llegue, cuando el creador del universo nos lleve a otro sitio; algunos dicen que mejor, otros lo dudan. La realidad es que nunca nadie se pondrá de acuerdo y tampoco es necesario que así sea. Las diferencias enriquecen el debate y la reflexión. El pensar diferente nos matiza como únicos e irrepetibles.
La historia es que esa sierra, que es sumamente importante para nuestro valle de Saltillo, ha sido el refugio de muchas especies animales como los propios nativos de estas tierras… tan animales como quien escribe. Ya decía Aristóteles hace muchos años que somos animales racionales y hasta políticos.
Y es que el espíritu de lucha por defender su hogar los llevo a un enfrentamiento directo con quienes se defendían más allá de armas primarias, como las lanzas o las piedras, y que hicieron uso de armamento de pólvora. La lucha se perdió, y se perdió desde adentro con las complicidades que surgen al dividirse una población. Pero el homenaje que hizo la madre naturaleza al guerrero Zapalinamé fue dejarlo de cara al sol para siempre (ojalá que la sierra dure ahí tanto tiempo), siendo el primer Saltillense que recibe al sol cada amanecer…”
En una de las ocasiones llegó mi abuelo con una noticia que hubiese emocionado a cualquier niño que se encuentre en el letargo de las vacaciones: – vamos de paseo a la sierra- Y sin dudarlo cargué mi mochila para partir a la excursión como dos exploradores. Nos encaminamos en ese periplo a recorrer las faldas de esos terrenos en los que incluso los senderos que se internan tienen nombres que avisan de sus moradores oficiales: el sendero del oso, del coyote, entre otros más.
El paisaje fue majestuoso, y debo confesar que se aderezaba de una manera muy especial gracias a las anécdotas de mi abuelo que hablaba mil y un historias sobre su juventud recorriendo las carreteras del país, mientras gesticulaba y movía sus manos simulando todavía llevar entre ellas aquel volante viajero.
Uno de los puntos más álgidos de ese paseo, y que también es el momento que más recuerdo, fue cuando al pasar por un acantilado encontramos una pequeña construcción escondida entre los matorrales para hacer camuflaje y distraer a los depredadores, los cuales -no está de más decir- que no son tan salvajes como los de la ciudad. Esa pequeña construcción era un nido, tenia dentro de sí alrededor de tres o cuatro huevos perfectamente acomodados entre el ramaje que lo componía. Yo desconocía totalmente a quien podían pertenecer, de entrada porque estaban solos, ahí en donde incluso alguien como yo los podía tomar sin problema alguno.
Lo primero que pude expresar debido al asombro que me acongojaba fue -¿Y de qué animal pueden ser?- La sabiduría del abuelo, luego de unos breves instantes de reflexión con la mano derecha en la barbilla expresó -Hay tantos animales por estos rumbos que será difícil saberlo con precisión. Lo mejor es que no nos encuentre aquí manoseando su hogar.
Y la caminata siguió, y se fue el día junto con mi infancia. Sin embargo yo no podía sacarme un pensamiento de la cabeza, así que concluí que lo mejor era preguntárselo antes de que el trayecto de regreso a casa finalizara: -Abuelo mucha gente va a la sierra sólo a cazar, o a talar árboles o a robar las crías de los animales. ¿Tú eres incapaz de hacerlo o por qué no tomaste los huevos que estaban en ese nido?- Los niños son unas maquinas de hacer preguntas y lo peor que se puede hacer es dejarlos sin respuesta. Empiezan a aparecer lagunas que luego son difíciles de llenar. No se les olvida nunca, créanme. Nunca.
El abuelo, esbozando una sonrisa mientras se ponía la mano derecha en la barbilla y delegaba la conducción del automóvil a la otra, dijo con uno de los tonos más profundos que recuerdo en una voz:
-No soy incapaz pero decido no hacerlo. Es lo mejor para la naturaleza, para mí y para todos, respetar nuestro espacio. ¿Quién soy yo si me llevo las crías de otro ser, o si hago conductos ilegales para robar el agua, o si tiro mi basura ahí, o si autorizo depredar las faldas con construcciones? Tiene uno que cuidar mucho con qué alimenta el cuerpo, como es el agua que nos regala esta sierra, pero también es conveniente tener precaución con qué se alimenta la mente porque es la que nos asesora a decidir. Imagina que tu mente es una biblioteca, y en tu biblioteca debes tener todo tipo de textos. Novelas, diccionarios, leyendas, cuentos, poesía; pero sé cuidadoso de tener cosas de calidad. Ideas que edifiquen en tu ser.
Es por ello que desde entonces recuerdo que mi abuelo, al igual que Zapalinamé, fue un guerrero. Defendió, a su manera, la sierra. No con armas, lanzas o batallas campales, sino con las pequeñas decisiones que tomamos todos los días y que pueden cambiar nuestro entorno.
La pregunta en cuestión es pero ¿por qué lo hace? porque Mi abuelo siente la sierra como suya, como parte de él mismo. Y cuando una persona reconoce a los elementos que lo rodean como parte suya, es decir como un todo, está infinitamente condenado a prosperar en la felicidad, y así perpetuarse.
Deja un comentario