De: Roberto Adrián Morales.-

No quisiera ni recordar cómo quedé viudo y más solo que un perro; sin embargo, siempre que tomo unos tragos se me hace un nudo en la garganta y, por muy macho que aparente ser, se me ruedan las lágrimas y ya no puedo detenerlas con nada, como si el agua de la maldita inundación se me hubiera quedado dentro y esperara cualquier oportunidad para salirse. Dicen que el alcohol es bueno para olvidar, por eso bebo aunque, la verdad, ya borracho es cuando más recuerdo aquella tragedia, que me gané a pulso por no hacer caso ni de los ruidos apagados de las campanas de la iglesia, ni de las voces de alarma que dio el ingeniero que mandaron de la capital para revisar la presa de la loma.
¿Y cómo íbamos a creer eso de que llegaría el corrental y barrería con todo el pueblo después que llevábamos años sufriendo una intensa sequía? Si el año pasado no recogimos ni siquiera la cuarta parte de la semilla de frijol que sembramos, y del maíz ni qué decir, las cañas no levantaron más de veinte centímetros cuando se amarillaron por falta de riego. Por eso, cuando nos avisaron que tuviéramos cuidado, que en los siguientes días caerían lluvias torrenciales, que de la loma bajaría bien fuerte la corriente y la presa podía rajarse, porque sus paredes estaban cuarteadas, yo no hice mas que reírme del ingeniero apellidado Contreras. Ni manera de olvidarlo, está atado a mi desgracia: era chaparrito y prieto, de ojos saltones y pelos de brocha, desperdigados por todos lados.
Bien que me acuerdo. Nos dio la noticia con cara de asustado y los ojos brincándole para todos lados como si hubiera visto un alma en pena. Yo entonces creí que se trataba de una maniobra más del gobierno para quitarnos nuestras parcelas. Desde hace muchos años, las autoridades quieren dejarnos encuerados e inventan mentiras para meternos miedo y, con él a cuestas, abandonemos para siempre las tierras.
Cuando le platiqué a Inocencia, mi mujer, lo que nos dijo el ingeniero Contreras, se echó a reír junto conmigo y para que no me preocupara más de ese asunto, preparó una salsa bien picosa, unos frijoles refritos y hasta mandó comprar con Goyito, mi hijo mayor, una cerveza a la tienda de don Toño. Regresó el chamaco y, asustado contó lo que decían los vecinos; la mayor parte de los habitantes se preparaban para salir de sus casas antes de que cayera el diluvio; la verdad, estaba tan espantado cuando me pidió que nos fuéramos para el monte o a la casa alta de la tía Lencha, una vieja medio loca que vive sola y su alma en la falda de la montaña; pensé en llevármelos lejos a todos.
Pero no, esa necedad que siempre me ha ganado me venció otra vez. Como pude, lo convencí de que todo eran puras habladas, que no se preocupara, hasta pregunté cómo nos iba a llegar el diluvio si en meses no nos había caído ni una sola gota de agua.
Ya por la noche, como de costumbre, nos fuimos a dormir. «Ya ves —recuerdo que dije— mira el cielo lleno de estrellas, ni una nube aparece a lo lejos, hasta la luna está bien brillante.»
En la madrugada, entre sueños, escuchamos el repicar de las campanas de la iglesia; es de todos sabido que nada más las echan a vuelo en las fiestas del pueblo o en caso de emergencia. «¿Ya oíste?», dijo Inocencia dando un salto para ponerse en pie y buscar a nuestros hijos Goyito y Juancho, que estaban dormidos. Los zarandeó para que despertaran, los vistió rápido y nos dispusimos a abandonar la casa. Ya era tarde para eso. Al abrir la puerta entró un borbollón de agua que me arrojó contra la pared, como si fuera un muñeco de trapo; sentí que me tronaron todos los huesos de la espalda; me armé de valor y como pude me incorporé; abracé a mi mujer y a mis hijos; mientras nadábamos dentro de la casa; el agua se alzaba como dos metros encima de la tierra, no había mas que nadar para salvarnos.
La azotea de la casa parecía nuestra única salvación a mano; así que, como Dios nos dio a entender, nos dimos a la tarea de alcanzarla; repegados a la pared, en medio de la oscuridad, buscamos por donde trepar. No se veía nada, sólo escuchábamos el ruido de la creciente que seguía subiendo. Como pude alcancé la azotea y estiré los brazos para que Inocencia me pasara a Juancho, el más pequeño de nuestros hijos. Lo alcé y lo puse a buen resguardo; luego estiré las manos para que me pasara a Goyito y en eso, ¡Dios Santo!, se oyó un tronido muy fuerte, el agua se volvió loca, remolineó por todos lados y en un abrir y cerrar de ojos se tragó a mi mujer y a mi hijo.
Yo no pude hacer nada, me quedé ahí parado en la azotea, sin saber para dónde se llevó el corrental a mi familia; todo estaba oscuro; no se oían más ruidos que el murmullo del agua, las campanadas de la iglesia y los gritos de mi hijo, reclamándole al diluvio que le devolviera a su mamá. En la azotea, permanecimos hasta el amanecer. Ahí, entre mis brazos, tiritando de frío, se murió mi Juancho.
Poco a poco la corriente fue disminuyendo hasta que no quedó mas que un charco de lodo, donde flotaban troncos de árboles, vacas y perros muertos. Una cuadrilla de trabajadores, que llegaron de la ciudad, nos rescató. Llorando, clamé por un médico para mi Juancho; expliqué que el agua había arrastrado a mi Inocencia y a mi Goyito, pedí ayuda para buscarlos. Todavía guardaba esperanzas de hallarlos con vida, de sentir su calor cerca a mi cuerpo; con todo y el cansancio que me doblaba las corvas, los acompañé en la búsqueda, hasta que aparecieron.
No quisiera ni acordarme cómo los encontramos. Esa terquedad mía y el querer pelear siempre contra el gobierno por la maldita tierra… Ahora que ya no tengo familia ¿para qué me sirve el mugre pedazo de tierra? Ahí se los dejo. Ya no deseo saber nada de este asunto; no pienso más que en seguir tomando para olvidar mi enorme tragedia aunque, en verdad lo digo, es cuando más me acuerdo.
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