«Al lado de los amigos enfrentamos la vida sin cascos, cinturones de seguridad y bolsas de aire».-
Adaptación del texto de una
cadena/reflexión obtenida en redes sociales.
Mirando atrás, es difícil creer que estemos vivos.
Nos tocó viajar en coches sin cinturones de seguridad y sin bolsas de aire, llegamos a hacer viajes de hasta 10 o 12 horas con cinco personas en un auto que, aunque no tan compacto, jamás sufrimos del síndrome de la clase turista.
No tuvimos puertas, armarios o frascos de medicinas con tapas a prueba de niños.
Andábamos en bicicleta sin casco, en patinetas sin rodilleras y coderas.
Recuerdo pasar horas construyendo un “automóvil del futuro” que no era más que una patineta atada a unas viejas cajas de madera impulsados por energía cinética de una bicicleta y un par de entusiastas pulmones, para solo descubrir después de un impresionante choque, que habíamos olvidado colocarle los “frenos de emergencia”. Los raspones, cortadas y golpes eran parte de la cotidianeidad de la niñez.
Los columpios eran de metal y con esquinas en pico, los resbaladeros sin protección y con un pase seguro al voladero que desembocaba en grandes peñascos cuyo fin no era siquiera visible.
Jugábamos a ser adultos, a tener responsabilidades como cuidar una mascota, enseñar a un grupo de niños sumas y restas o incluso nos convertimos en excelentes chefs de exquisitos pasteles de lodo que con todo y lombrices eran engullidos por los más temerarios del grupo.
Después de caer una y otra vez, aprendimos a localizar las ramas más débiles, escalones del infierno que no debíamos pisar jamás.
Jugábamos a “se va la bala” o los terribles enfrentamientos entre rudos y técnicos que se desarrollaban en el kiosco central y nadie sufrió hernias ni dislocaciones vertebrales. Nos rompiamos los huesos y los dientes y no existía ninguna ley para castigar a los culpables, esos mismos que terminábamos abrazando y los llamábamos amigos.
Nos abríamos la cabeza cuando nos convertimos en los valientes guerreros y las piedras nuestras armas en los conflictos bélicos del barrio y no pasaba nada, era cosa de niños y se curaba con tierrita y una que otra puntada pero con nadie a quien culpar, solo a nosotros mismos por nuestra mala puntería o nuestra falta de habilidad para esquivar.
Tuvimos peleas y nos enojamos unos con otros pero aprendimos a superarlo y perdonar.
Salíamos de casa con el alba, jugábamos todo el día, y solo regresabamos cuando los faroles de la calle nos iluminaban la cara indicando la hora de cenar, eso claro si no buscábamos madera en los basureros y hacíamos una fogata para asar bombones y contar historias de terror que nos recordaban que los fantasmas solo salen de noche y a la luz de la luna.
Nadie podía hasta ese momento localizarnos puesto que no existían los celulares.
Comíamos dulces y bebíamos refrescos pero la obesidad no se apoderaba de nuestra vida, si acaso uno era gordo pero nunca perdía la salud a causa de eso.
Día tras día corríamos y jugábamos al aire libre, ensuciandose las manos y dedos, mismos que terminaban de alguna manera dentro de nuestra boca y jamas nos contagiamos de nada. Bebíamos agua directamente de la llave, sin embotellar ni procesar, algunos incluso introducían toda la llave en su boca.
No tuvimos playstation, nintendo, ni videojuegos, 135 canales de televisión, películas ni netflix, sonido surround, celulares, computadoras ni internet.
Lo unico que teniamos eran amigos, balones, palos y mucha imaginación.
Ni siquiera teníamos que ponernos de acuerdo, solo salíamos a la plaza y todos estaban listos para vivir una aventura y comenzaba de nuevo el ritual, escondidas, carreritas, la trae, congelados y muchos otros pasatiempos.
Salíamos de casa solos, a ese mundo cruel, sin ningún adulto, sin ningún responsable, tocábamos el timbre y hasta nos aventuramos a entrar a la casa, puesto que no había necesidad de que la cerradura se encontrara cerrada.
En la escuela, no todos participaban en los deportes, los que no lo hacían, tuvieron que aprender a lidiar con las primeras decepciones.
Perseguimos a las chicas con rosas no les mandabamos caritas felices en su celular. Con valentía y con la esperanza de no hacer un ridículo, las sacabamos a bailar y lo mejor que podíamos obtener era su telefono de casa con el que después enfrentamos el miedo de que nos contestara su padre y con aires de grandeza nos preguntara cuáles eran las intenciones con la susodicha.
Éramos responsables de nuestras acciones y cargabamos con las consecuencias sin importar cuales fueran, pues no había nadie para resolver nuestros problemas.
La idea de que nuestros padres nos protegieran era inadmisible, se transgredía la ley no escrita de la no intervención paterna y si por alguna razón ocurría, el mote de “niña” jamás se esfumaba de tu espíritu.
Tuvimos libertad, fracasos, éxitos y cumplimos responsabilidades. Aprendimos que de la vida solo se aprende viviéndola y que no todo es color de rosa, de hecho casi nada es de ese color.
Aprendimos a honrar a nuestros padres y a agradecerles todo lo que hicieron por nosotros. Supimos que todo lo que tenemos es por nosotros y que no necesitamos de nadie para ser felices.
No somos como los niños de ahora, que todo tienen y nada les satisface, no solos como los niños de ahora que no perdieron el sentimiento de amistad, si no que nunca lo conocieron. Por eso, no puedo creer que nosotros aún sigamos vivos.
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