Lo que no entiendo es para qué quieren saber mis razones. Esa historia que me aprieta el pecho y busca cualquier salida, me la voy a llevar a la tumba.–
Matar a Graciano era más que obligación, por eso lo hice. En verdad no me arrepiento de lo ocurrido aquella noche en casa de La Chapeada, esa que se encuentra a la salida del pueblo, donde los hombres muy hombres nos reunimos a tomar la copa y a disfrutar de los placeres que brindan las hembras. Sabe, La Chapeada es buena como conseguidora, las chamacas mas tiernas y bonitas iluminan su casa como si fueran botones de rosa en un jardín. Cuando la miro, intento imaginar su edad, las capas de maquillaje que cubren su rostro de bruja no dejan que haga bien las cuentas, aunque su cuerpo enclenque, sus brazos pellejudos y sus ojos opacos como luna de invierno, dejan entrever que lleva mucho terreno recorrido, es una yegua vieja en la que han montado casi todos los hombres de la región. Yo no fui la excepción y, la verdad sea dicha, me gustó estar con ella; lo que a esa mujer le falta de dureza en las carnes lo suple con su ardiente proceder. No creo que exista alguien que niegue lo que digo después de cabalgarla o dejarla convertirse en jinete.
Volviendo a lo de Graciano, no me arrepiento ni tantito de haberle dado muerte en la forma en que lo hice y no por eso piense que soy criminal. ¡No señor, Dios me libre, jamás sería yo algo semejante! Además, él era mi amigo, con todo lo malo que se dice de mí, de veras era mi amigo del alma.
Cómo no voy a saberlo yo que desde niño jugué con él, si entonces nos prestábamos los pocos juguetes que nos compraban nuestros padres y conforme fuimos creciendo intercambiamos otras cosas, tan importantes como los amores de Hortensia y las citas con Laurita. Si explico esto, ¿por qué entonces la gente sigue pensando que soy desalmado? Creo que no merezco un calificativo como ese; al contrario, debían decir que era mi amigo, el mejor de mis amigos.
Ahora que estoy preso y los jueces van a dejarme en la sombra por lo menos diez años, no entiendo para qué quieren saber los motivos que tuve para matarlo. Tengo mi verdad atorada en la garganta y ahí se va a quedar. Aunque todo lo indique, no soy ningún desalmado, no soy asesino, soy hombre de bien.
Fíjese nomás lo que se dice de mí, que me encontraron esa noche en casa de La Chapeada bien borracho y con el cuchillo y las ropas tintas en sangre, que no me importó quedarme en el mismo lugar donde había cometido mi crimen.
¿Y por qué rayos tenía que huir?
Los periódicos dicen que, en estado inconveniente, discutí con mi amigo por los amores de Rebequita, la chamaca nueva que aroma el jardín de La Chapeada. Ella es bonita, ni dudarlo; tiene los ojos como los venados cuando nacen. Su cara morena es tan suave; sus manos lisitas y su pelo negro brilloso. No, si es rete chula pero que por eso le haya dado muerte a Graciano… p’os no.
Dicen que le dejé caer mi cuchillo ¿cuántas veces… diez, quince, veinte? No son más que mentiras, verdad de Dios; sí le di dos puñaladas y es que la primera no fue tan certera como creí. El pobre estaba brinque y brinque como gallina descabezada después de atravesarle el pecho, por eso, por pura lástima, le volví a meter el filo del acero mero en medio del corazón.
No por eso soy un desalmado. No soy lo que dicen los periódicos, aunque a simple vista parezca que sí. Otros aseguraron que se trató de un ajuste de cuentas; que Graciano tenía deudas conmigo, que ahí entre trago y trago se las cobré; primero en voz bajita y después a grito abierto, que todo lo escuchó la Lucha, esa que tiene un ojo caído porque un día le dieron sus buenas por andar levantando falsos. ¿Cómo iba yo a cobrarle a mi amigo del alma, si al contrario yo era el que le debía unos pesos? No, son puras mentiras. La única verdad es que me vi obligado a matarlo. ¿Y cómo no iba a hacerlo, si el coraje y la tristeza me invadían el alma esa noche que estábamos juntos? Cómo me acuerdo cuando empezó a llorar en mi hombro, sufría tanto el pobre que me partió el alma. Si de verdad era mi amigo.
Y dicen que en este mundo no hay amigos; bien que los hay, Graciano y yo éramos inseparables, casi hermanos. Lástima que no me entiendan. Si supieran que sufrí más matándolo. Nada más de ver a mi amigo tirado en el suelo, en un charco de sangre, los ojos vidriosos, perdidos.
¿A poco no miraron la sonrisa en su rostro cuando lo encontraron tirado? Yo ahí me esperé como buen amigo a que lo recogieran; por eso me encontró a su lado la policía. Que si no, soy tan escurridizo que no me hubieran visto ni el polvo. Pero no, yo no soy criminal y lo que dicen de mí son puras mentiras. Verdad de Dios que son mentiras.
Lo que no entiendo es para qué quieren saber mis razones. Esa historia que me aprieta el pecho y busca cualquier salida, me la voy a llevar a la tumba.
Pobre Graciano, cómo sufría aquella noche, ni siquiera las copas mitigaron sus penas. Le daba un trago al alcohol y lloraba, lloraba y le daba un trago al alcohol. De verdad que sufría tanto que, como amigo, me vi obligado a matarlo.
¿Pero, qué caso tiene que diga por qué, si ese es un secreto de amigos? Que yo le di las cuchilladas, ni negarlo, pero de veras, aunque nadie me crea, matar a Graciano fue más que una obligación. (Tomado de El Ultimo vuelo y otros cuentos, de Roberto Adrián Morales)
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